La emoción es la manera que tenemos de evaluar situaciones. Tendemos a creer que el pensamiento refl exivo es la manera más efi caz de que disponemos para evaluar situaciones y tomar las decisiones consecuentes. Hasta hace poco no se nos ha hecho evidente que las emociones son herramientas muy poderosas, más sutiles y más rápidas que el pensamiento reflexivo, para tomar decisiones. Por eso, la expresión «inteligencia emocional» se ha vuelto tan popular recientemente. A menudo,
después de pensar mucho en algo, de darle muchas vueltas, acabamos exclamando: «ya no sé qué pensar, pero lo que a mí me sale hacer es...». Y acabamos haciendo lo que nos sale, es decir, acabamos siguiendo el impulso emocional que sentimos. Nuestras emociones determinan las decisiones más importantes de nuestra vida: nuestra elección de pareja,
de profesión, del lugar donde vivir, los amigos de quienes nos rodeamos, etc. Que nuestra vida sea plena o vacía (términos que me parecen más adecuados que feliz e infeliz) también dependerá de nuestras reacciones emocionales. Un paciente deprimido que no se puede levantar de la cama es alguien que ha evaluado emocionalmente que lo que le espera durante el día que tiene por delante no presenta ningún atractivo. ¿Cómo podemos ayudar a este paciente a cambiar su evaluación emocional? En cada familia rigen unas convicciones emocionales no conscientes y nunca habladas que determinan qué se puede sentir y qué no se puede sentir. Por poner un ejemplo bien sencillo: en ciertas familias sus miembros pueden llorar juntos, en otras, cada uno se esconde para llorar a solas y, en otras, nadie ha tenido casi nunca la experiencia de llorar. El pensamiento y la reflexión suelen tener una eficacia limitada a la hora de modificar estas convicciones emocionales y nuestra forma automática de reaccionar emocionalmente. Los argumentos racionales tienen poca capacidad de generar estados emocionales distintos. Para aprender
a montar en bicicleta, las explicaciones verbales sobre cómo debemos posicionar nuestro cuerpo tendrán una utilidad muy limitada. Con las emociones ocurre lo mismo: las reflexiones verbales sobre cómo nos conviene emocionarnos nos servirán de muy poco. En cambio, nuevas relaciones (o nuevas formas de relacionarnos) nos suministrarán nuevas formas de conectar emocionalmente y nuevas formas de reaccionar emocionalmente.Hace treinta años que trabajo para ayudar a los pacientes a cambiar su forma de sentir. Aparentemente, mis pacientes y yo nos reunimos para hablar y refl exionar. Pero lo que fi nalmente resultará determinante será que consigamos crear una atmósfera donde ellos puedan llegar A menudo, la forma de reaccionar emocionalmente que hemos aprendido desde niños nos será útil para toda la vida. Sin embargo, en ocasiones las circunstancias familiares o sociales de nuestra infancia hacen
que las emociones que aprendimos en el pasado nos sean poco útiles en
la actualidad. Un síntoma psicológico es siempre un intento de resolver
un problema. Por ejemplo, la tendencia de un niño al aislamiento puede ser una buena forma de protegerse de unos padres poco empáticos.
Ahora bien, cuando este niño se convierta en adulto, es decir, cuando
alcance la capacidad de elegir su entorno relacional, el aislamiento le
será muy poco útil. Entonces necesitará cambiar su tendencia espontánea hacia el aislamiento, es decir, su forma automática de reaccionar
emocionalmente.
El libro que tenéis en las manos trata las siguientes cuestiones: cómo
se forma nuestra forma espontánea y no voluntaria de reaccionar emocionalmente, cómo podemos cambiar esta manera automática de emocionarnos y cuál es el papel de la conexión emocional en estos procesos.
Todo lo que encontraréis en este libro es el resultado de lo que he aprendido de mis pacientes, primero niños y luego adultos, durante mis treinta años de experiencia profesional. Todo lo que cuento es fruto de la
experiencia: por un lado, la de haber luchado durante todo este tiempo
Aunque mi formación de base es psicoanalítica, a menudo me ha
resultado útil estudiar otras disciplinas, como las neurociencias, la biología de la evolución o la investigación en primera infancia, entre otras.
Poco a poco, los psicoanalistas estamos aprendiendo a contrastar nuestras teorías con otras disciplinas y a emplear conocimientos y descubrimientos de otras disciplinas como punto de partida para nuestras
investigaciones. En este sentido, el lector encontrará también en este
libro un poco de información sobre cómo procesa nuestro cerebro las
emociones (neurociencias); sobre cómo hemos evolucionado los humanos a partir de nuestros antepasados, es decir, de los primates en general
y de los grandes simios en particular (biología de la evolución); y sobre
cómo empieza a relacionarse el bebé con los adultos que lo rodean y
cómo a partir de estas relaciones tan tempranas el pequeño empieza a
aprender qué puede esperar de los otros y qué puede esperar de sí mismo
(investigación en primera infancia).
A mi parecer, la psicoterapia es una carrera de fondo. En el terreno
de las emociones los cambios se producen con lentitud. Desde niños MUESTRA EDITORIAL
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aprendemos qué podemos sentir y qué sentimientos, en cambio, no serán bien recibidos por parte de nuestro entorno y, por lo tanto, deberemos esconder, con frecuencia, hasta a nosotros mismos. Hay también
otros sentimientos a los que no tenemos acceso: son emociones que no
sabemos si existen, por la sencilla razón de que son sentimientos que
nunca han circulado en el mundo en que hemos vivido (nuestra familia,
nuestros amigos, nuestra cultura). Por otro lado, en función de nuestra
programación genética y de cómo la experiencia ha ido organizando la
anatomía de nuestro cerebro, podemos tener cierta predisposición a sentir determinadas emociones. La forma en que hemos aprendido a sentir
no será fácil de cambiar.
A veces, los psicoanalistas no podemos ayudar mucho, pero en situaciones límite una mínima ayuda puede signifi car mucho: una simple
botella de agua en el desierto puede ser una cuestión de vida o muerte.
A menudo, en el trabajo con pacientes pasamos por periodos de estancamiento, o incluso de empeoramiento, y fi nalmente descubrimos que
se trata de estaciones de paso inevitables para llegar al fi nal deseado. Sin
embargo, estos retrocesos también pueden ser indicadores de que nos
estamos equivocando, por ejemplo, porque estamos malinterpretando
al paciente. Otras veces suponemos que una idea brillante que se nos ha
ocurrido le ha resultado muy útil a un paciente, mientras que, en realidad, lo que le ha ayudado es que lo hemos escuchado con mucho interés.
En resumen, generalmente la tarea de conseguir cambiar la forma
de sentir de los pacientes es lenta y difi cultosa, pero también es verdad
que en determinadas ocasiones, aunque no en muchas, una pequeña
observación desde la perspectiva del terapeuta puede desencadenar una
secuencia de cambios de gran trascendencia para el paciente. Me gustaría resaltar que los factores que determinan la forma particular de cada
uno de vivir las emociones es el resultado de un proceso muy complejo
y que, por ello, hay que recorrer también un camino muy complejo para
llegar a descubrir en qué consiste esta forma de sentir. Los terapeutas,
como cualquier otro profesional, necesitamos sentirnos útiles y efi cientes en nuestro trabajo y, a veces, esto nos impulsa a tener demasiada
prisa para llegar a conclusiones.
Lo que más valora un paciente de un terapeuta es que éste sea honesto, que tolere la incertidumbre de no saber y la vergüenza de equivocarse, y que también sea capaz de mantener de forma auténtica y sin
simulaciones una actitud de interés y de esperanza en el cambio. Este
libro pretende ser coherente con esta convicción: lo que más agradecerá MUESTRA EDITORIAL
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el lector es que se haya escrito desde la autenticidad, a partir de mi experiencia durante estos treinta años de ejercicio profesional y con la idea de
no ofrecer ni simplifi caciones engañosamente seductoras para el lector,
ni determinadas teorías clásicas que suelen darse por ciertas pero que en
mi experiencia particular no han demostrado ser útiles.
Un poco de historia personal
Un poco de mi historia personal ayudará al lector a entender mejor de
dónde surge todo lo que iré explicando. De hecho, esta es una de las
ideas que repetiré varias veces a lo largo de estas páginas: para entender
mejor la forma de pensar y de sentir de una persona es preciso empezar
por situarla en su contexto.
Estudié medicina en la Universidad Autónoma de Barcelona. Tuve la
suerte de que en el año 1970, cuando empecé, la Facultad de Medicina
de la Autónoma acababa de nacer. Mi curso fue la tercera promoción
de la Facultad. No éramos muchos en clase, la mayoría de los profesores
empezaban su nueva tarea con ilusión, y lo que era aún más importante,
desde primer curso ya teníamos contacto con pacientes.
Mientras estudiaba medicina empecé a sentir un interés progresivo
por la psiquiatría, así que, cuando terminé, me especialicé en psiquiatría
en el Servicio de Psiquiatría Infantil que el Dr. Josep Tomás dirigía en
el Hospital antiguamente llamado Francisco Franco (el actual Hospital
Vall d’Hebron de Barcelona). Por aquellos tiempos la psicofarmacología
apenas se utilizaba en psiquiatría infantil (a diferencia de lo que sucede
actualmente), de modo que enseguida me fui centrando en la formación
en psicoterapia.
Poco después de terminar la especialidad empecé la formación en
psicoanálisis con Ferran Angulo, quien por aquel entonces era el jefe del
Servicio de Psiquiatría del hospital Sant Joan de Déu. Angulo era un
hombre carismático que causaba una gran impresión en los jóvenes que,
como yo, estábamos interesados en formarnos como psicoanalistas. Él
se había formado en la Sociedad Psicoanalítica de París y se relacionaba
a menudo con analistas de la denominada Escuela de Psicosomática de
París. Muchos de ellos visitaban Barcelona con frecuencia, donde impartían clases y seminarios. Quedé absolutamente deslumbrado.
Era una época en que muchos psicoanalistas de Argentina llegaban a
Barcelona, huyendo de la terrorífi ca persecución de las dictaduras militares. De esta forma, alrededor de Angulo se empezó a crear un círculo
de analistas argentinos de gran valor. Empecé mi análisis personal con
uno de ellos: Valentín Barenblit, un hombre entrañable con quien me
psicoanalicé durante nueve años, acudiendo a su consulta tres veces a
la semana. Me ayudó mucho. Para el lector que esté poco familiarizado
con este ámbito, diré que el análisis personal es uno de los tres pilares
básicos en la formación de un psicoanalista. Los otros dos pilares son
los seminarios teóricos y la supervisión de pacientes con analistas que
cuenten con más experiencia.
Tuve la gran suerte de vivir la eclosión de Internet en los años noventa, cosa que me permitió poder seguir el desarrollo de las distintas perspectivas psicoanalíticas que iban surgiendo en todo el mundo.
Enseguida sentí un especial interés por algunos grupos psicoanalíticos
norteamericanos. Empecé a asistir a los seminarios que organizaban, a
participar en congresos y a invitarlos a impartir cursos en Barcelona.
Muchas de las ideas que aquí expreso han surgido de mi interacción
con algunos de ellos.
A menudo, la imagen que se tiene a nivel popular del psicoanálisis es
de algo que sólo practican los intelectuales esnobs y algo raros. Existe
la creencia de que el psicoanálisis está más presente en las películas que
en la realidad cotidiana. «Yo creía que esto del diván sólo salía en las
películas», me dijo en una ocasión un paciente al entrar por primera
vez a mi consulta. Espero que este libro ayude al lector a formarse una
idea más precisa de cómo trabaja un psicoanalista y de cómo afronta el
sufrimiento emocional de la gente corriente.
También está bastante extendido el malentendido de que las personas que siguen un tratamiento psicoanalítico son intelectuales con ansias de conocer su inconsciente; en realidad, las personas que invierten
tiempo (y también dinero) en seguir un tratamiento psicoanalítico es
porque sufren emocionalmente y, fi nalmente, terminan descubriendo,
a veces tras haber probado otras alternativas, que conocerse a uno mismo es una forma muy razonable, o de sentido común, para combatir el
dolor mental.
En mi opinión, la comunidad psicoanalítica ha tenido múltiples di-
fi cultades para criticar y renovar aquellas teorías clásicas que en la práctica no se han confi rmado. Seguramente a ello se debe la existencia de
la visión generalizada del psicoanálisis como algo anticuado o esotérico.
Espero poder mostrar, a través de los numerosos ejemplos de mi práctica cotidiana, que lo que sucede en una psicoterapia es algo perfectamente razonable y comprensible sin necesidad de recurrir a especulaciones
alejadas de la experiencia.
Por este motivo, he querido empezar explicando que lo que se relata
en este libro es el resultado de mi práctica cotidiana con mis pacientes:
las muchas horas al día durante muchos años escuchando a pacientes,
que me ha proporcionado una perspectiva de cómo funcionan los humanos, junto con las muchas horas de estudio buscando la mejor forma
de entenderlos y de ayudarles a cambiar, es lo que ha forjado mis convicciones sobre qué teorías encajan con la experiencia y qué especulaciones
resultan poco útiles. Lo que el lector encontrará a continuación es, en
defi nitiva, el resultado de mi experiencia.
Algunas nociones básicas sobre
qué es una psicoterapia
Antes de adentrarnos en lo que he aprendido sobre el mundo emocional
de los humanos, querría que el lector poco familiarizado con el trabajo de
psicoterapeuta que realizo se haga una idea de en qué consiste. De esta
forma, entenderá mejor de dónde he sacado todo lo que cuento. Para
empezar, explicaré brevemente y a nivel práctico qué es una psicoterapia: hablaré de qué se suele hacer en una sesión, con qué frecuencia,
cuándo se utiliza el diván y cuestiones similares. A continuación expondré por encima y mediante un ejemplo para qué sirve una psicoterapia y
de qué forma ayuda al paciente a cambiar psíquicamente.
En primer lugar diré que, en una psicoterapia de orientación psicoanalítica, paciente y terapeuta se reúnen para hablar. Freud defi nió
la terapia psicoanalítica como la «cura por la palabra», expresión que
en inglés (talking cure) ha adquirido gran popularidad. En las primeras
sesiones, los psicoanalistas solemos explicar al paciente que es muy importante que hable de lo que le pase por la cabeza y que intente prescindir de si lo que dice quedará bien o mal, o de si puede parece absurdo o
no. Freud fue el primero en servirse de este sistema, que bautizó con la
expresión «asociar libremente».
Yo, particularmente, suelo insistirle al paciente sobre la libertad de
comentarme si se siente entendido por mí o no. Me gusta añadir que
la cuestión de poder expresarse libremente es más fácil de decir que de
poner en práctica y que, en todo caso, conseguirlo dependerá en gran
medida del clima que seamos capaces de crear entre nosotros. Comen-MUESTRA EDITORIAL
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1 . P A R A S I T U A R A L L E C T O R A N T E S D E E M P E Z A R
to que nuestro objetivo es precisamente conseguir crear un tipo de atmósfera donde el paciente pueda expresar lo que siente con la máxima
libertad. También digo que para poder entender mejor sus síntomas,
es decir, su sufrimiento emocional, necesitaremos acceder a sensaciones que tal vez le hayan pasado desapercibidas durante su vida y que
ir tirando del hilo de las cosas que se le van ocurriendo libremente es
el único modo de llegar a los sentimientos que por algún motivo han
quedado aparcados.
Dado que los cambios en nuestra forma de reaccionar emocionalmente se producen con lentitud, la psicoterapia requiere de un trabajo a
largo plazo que debe ser continuado en el tiempo. Una terapia suele durar varios años y suele constar de una o más sesiones semanales. Se organizan unos horarios fi jos que se repiten cada semana, de modo que se
establece una regularidad y continuidad que no serían posibles si cada
semana se improvisara un nuevo horario. La cuestión de la continuidad
es muy importante: para embarcarse a explorar determinadas profundidades emocionales se requiere una compañía confi able y cierta garantía
de que esta compañía estará disponible de forma estable y continuada.
En las primeras sesiones se valora cuál será la frecuencia de visita adecuada para cada paciente. La frecuencia oscila entre una sesión semanal
y una diaria. Por lo general, los psicoanalistas preferimos trabajar con
un número mayor de sesiones, aunque las limitaciones económicas y la
disponibilidad no siempre lo permiten y muchas terapias sólo cuentan
con una sesión a la semana. También hay pacientes que sienten una especie de claustrofobia al hecho de acudir con tanta frecuencia a terapia.
Tienen la sensación de que si vienen, por ejemplo, tres veces por semana, no tendrán nada nuevo que contar. En estos casos yo suelo explicar
que con la terapia sucede lo mismo que con los amigos y conocidos: la
comunicación es más fl uida con las personas que se ven más a menudo
que con las que tan solo se ven una vez al año.
Dicho esto, lo cierto es que cada persona es distinta y de lo que se trata es de encontrar una frecuencia que resulte cómoda para ella. Para dar
un dato, la mayoría de mis pacientes vienen un par de veces a la semana,
mientras que en casos de alto nivel de sufrimiento emocional suele ser
muy útil una frecuencia de tres o cuatro sesiones semanales. Cabe decir
que también tengo pacientes que sólo vienen una vez por semana, ya sea
por motivos económicos o bien porque empezamos así y luego resulta
difícil cambiar la dinámica. Establecer un paralelismo entre el grado de
profundidad de la terapia y la frecuencia de las sesiones sería absurdo, MUESTRA EDITORIAL
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pues hay pacientes que llegan a un alto nivel de profundidad con una
sola sesión semanal. Antes se hacía una distinción entre psicoanálisis
y psicoterapia psicoanalítica, considerando que el psicoanálisis es más
profundo y que precisa de un mínimo de tres o cuatro sesiones semanales. A mí me parece una distinción cuanto menos artifi cial. De hecho, a
lo largo de estas páginas utilizaré los términos psicoanálisis/psicoterapia
y psicoanalista/psicoterapeuta de forma indistinta.
Un paciente que haga una psicoterapia puede o no medicarse simultáneamente. Si el psicoterapeuta es médico puede encargarse él mismo
de ambas cosas. Si el terapeuta es psicólogo, quien suele encargarse de la
medicación es un médico. En estos casos es siempre conveniente que el
médico y el psicólogo tengan una forma similar de ver las cosas para no
dar informaciones contradictorias al paciente. A veces, el terapeuta puede llegar a decir que la medicación es como una anestesia que interfi ere
en la psicoterapia, y otras veces es el médico quien descalifi ca la terapia
afi rmando que tratar los síntomas mediante la palabra es tan inefi caz
como tratar a un diabético sin insulina. Estas contradicciones pueden
suscitar mucha confusión e inseguridad en el paciente. Yo suelo explicar
a mis pacientes que necesitan medicación que me he especializado en
psicoterapia y que no estoy muy al día en el ámbito de la psicofarmacología actual. Por ello prefi ero dirigirlos a algún colega de confi anza.
Para terminar, un par de palabras sobre la cuestión del diván. La
imagen generalizada del psicoanálisis suele ir asociada al diván. Clásicamente, se consideraba que los niveles de profundidad que perseguía una
terapia psicoanalítica requerían la utilización del diván y una frecuencia
de cuatro o cinco sesiones semanales. En cambio, se creía que en una
psicoterapia, por el hecho de ser más superfi cial, el cara a cara y una
frecuencia de una o dos sesiones semanales ya bastaba. Según mi experiencia, esta distinción no encaja con lo que sucede en la práctica. Para
ciertas personas, el diván presenta la ventaja de evitarles la sensación
de que alguien las está observando mientras hablan y, en consecuencia, se sienten más capaces de asociar libremente sus pensamientos. En
cambio, hay otras personas a quienes el hecho de no mirar a la cara a
su interlocutor les resulta incómodo y sienten que lo natural es sentarse
en un sillón. Tras contar esta idea a mis pacientes, dejo que sean ellos
quienes decidan. También les ofrezco la posibilidad de probar las dos
formas para ver cuál les permite más libertad para explorar sus sentimientos. A bote pronto, diría que la proporción de mis pacientes cara a
cara y de diván ronda el cincuenta por ciento, sin que ello tenga nada MUESTRA EDITORIAL
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que ver con la frecuencia ni el grado de profundidad al que llegamos
con nuestro trabajo.
¿Qué busca un paciente cuando acude a terapia?
En general, cuando una persona toma la decisión de pedir ayuda es porque lo está pasando muy mal. Pedir ayuda a un desconocido no es fácil,
y menos teniendo en cuenta que con ese desconocido tendrá que compartir cosas que probablemente nunca ha confi ado a nadie. Así pues,
rara vez se da el paso antes de que el sufrimiento emocional sea notable.
Desafortunadamente, a pie de calle se tiene una visión muy folcló-
rica de lo que es una psicoterapia psicoanalítica y, en general, no se la
considera como un recurso útil y práctico para combatir con efi cacia el
dolor mental. Por ello, las personas que acuden a una psicoterapia suelen conocer a alguien que ha pasado por este proceso y está satisfecho de su experiencia. El boca a boca suele ser el mecanismo de difusión por
excelencia. En mi caso, por ejemplo, probablemente más de la mitad
de pacientes que me llegan lo hacen gracias a la recomendación de mis
expacientes.
Por lo general, los psicoanalistas hemos vivido tan aislados que la
imagen que proyectamos al exterior es bastante sectaria. Además hemos
evolucionado poco y no hemos sabido explicar la utilidad práctica de la
psicoterapia. Espero que este libro pueda aportar un granito de arena en la tarea de dar a conocer cómo, en los humanos, las relaciones que
vivimos desde niños marcan nuestra forma de ser y cómo la relación
psicoterapéutica en concreto puede ayudarnos a cambiarla.
El sufrimiento emocional puede tomar formas infi nitas: desde el
miedo (a ir a trabajar, a relacionarse con ciertas personas, a que suceda
una desgracia que parece inminente, etc.) a la falta de fuerza para vivir
(cansancio y desmotivación que causa que cualquier acción cotidiana
requiera un esfuerzo sobrehumano). En estos dos ejemplos, ambos sentimientos, de miedo y de estar desvitalizado, derivan de un problema en
la regulación de las emociones.
En efecto, las personas muy angustiadas no tienen la capacidad de
autorregular su miedo, son como un calentador sin termostato que calienta el agua sin cesar hasta que la falta de control de la temperatura termina por estropear el propio calentador. En el segundo ejemplo,
sucede lo contrario: el termostato funciona con demasiada rapidez y apaga el calentador mucho antes de que el agua llegue a calentarse. Las
personas deprimidas sin deseo de vivir bloquean de forma masiva un
conjunto de emociones: se produce un bloqueo masivo del sentimiento
de esperanza (el futuro se enmarca en un escenario donde sólo pueden
suceder cosas negativas), de la iniciativa (se anticipa que cualquier acto
que se emprenda no llevará a ninguna parte) y, lo que tal vez es más
importante, del placer en el propio funcionamiento.
De modo que una primera respuesta a la pregunta que encabeza
este apartado sería la siguiente: el paciente acude a terapia para buscar
una forma más efi caz de regular sus emociones, es decir, de controlar
las emociones negativas como el miedo y de desbloquear las emociones
positivas como el sentimiento de placer en el propio funcionamiento.
Una primera característica que debe subrayarse es que la regulación
de las propias emociones dependerá en gran medida de las convicciones emocionales que hayamos ido forjando en el transcurso de nuestra
vida. Consideremos, por ejemplo, un miedo concreto como puede ser
el miedo a tener un tumor cerebral: si nuestra convicción emocional
es que nuestra persona es muy frágil, que está siempre a punto de «explotar», y que, por otra parte, el mundo es hostil y siempre nos expone
a situaciones que no podremos resistir, entonces nuestra capacidad de
autorregular este miedo al cáncer será muy limitada. En cambio, si a lo
largo de nuestra vida hemos ido acumulando la convicción de que las
cosas suelen salir bien y que raramente las situaciones sobrepasan los
límites tolerables, entonces, aunque una persona cercana muera de un
tumor cerebral, podremos pensar que las posibilidades de que nos ocurra a nosotros son reducidas. De esta forma el miedo quedará regulado
dentro de unos límites razonables.
La regulación efi ciente del miedo no consiste en eliminarlo, sino en
mantenerlo a unos niveles tolerables que no interfi eran en nuestra capacidad de disfrutar de los aspectos positivos de la vida. Volvamos al ejemplo de la persona que no se puede quitar de la cabeza la convicción de
tener un tumor en la cabeza, valga la redundancia. Según mi experiencia, este convencimiento suele ser un indicador de que el paciente tiene
una creencia profunda, más o menos inconsciente, de que su persona no
está preparada para resistir los reveses de la vida tanto a nivel psíquico
como físico. En estos casos, los razonamientos racionales apenas ayudan. Por ejemplo, los resultados normales de un TAC craneal tendrán
un efecto tranquilizador muy pasajero, ya que probablemente este miedo al cáncer es la forma en que se concreta o materializa un miedo más
general y más inconsciente de no estar preparado para afrontar la vida.
Así, se vive bajo la amenaza de no poder resistir, de acabar «explotando».
En consecuencia, la autorregulación de las emociones va ligada en gran
medida a las convicciones que tenemos, con frecuencia no muy conscientes, sobre cómo funciona el mundo y sobre qué podemos esperar o anticipar de este funcionamiento del mundo. A su vez, lo que podemos esperar
del mundo va muy ligado a la imagen que nos hemos ido formando de
nosotros mismos (nuestro sentimiento de sí y lo que podemos esperar
de nosotros mismos) y a la imagen que nos hemos formado de otros, es
decir, de lo que se puede esperar de otros. Tal vez cabe añadir que el sentimiento que uno tiene de sí mismo depende en gran medida de lo que
uno anticipa de cómo los otros lo valorarán; podríamos decir que nuestra
autoestima depende de cómo nos sentimos queridos por otros. Por lo
tanto, siguiendo con la respuesta de qué busca un paciente cuando acude
a terapia, podríamos decir que viene para que lo ayudemos a cambiar
el sentimiento que tiene de sí mismo, de cómo son los otros y de cómo
pueden llegar a ser las relaciones con los otros y con el mundo en general.
Un ejemplo práctico me ayudará a explicar mejor lo que quiero decir
con la frase de que una psicoterapia sirve para buscar formas efi caces de
regular las propias emociones y para cambiar las convicciones que tenemos sobre nosotros mismos y sobre lo que podemos esperar de los otros.
Cómo podemos entender a alguien que vive con
el convencimiento de tener un tumor cerebral
y cómo lo podemos ayudar a cambiar
Pedro tenía 18 años cuando me vino a ver por primera vez. Un día Pedro tenía 18 años cuando me vino a ver por primera vez. Un día, unas
semanas antes de nuestra primera entrevista, en una conversación con los
amigos oyó hablar de un chico que acababa de morir a causa de un tumor
cerebral. Era un chico al que Pedro conocía lejanamente, quizá tan sólo
lo había visto un par de veces. Cuando Pedro oyó aquella trágica noticia
se sintió conmovido, como seguramente a todos nosotros nos ha pasado en
alguna ocasión semejante.
Es posible que los humanos seamos la única especie animal que tenemos conciencia de la muerte, es decir, somos los únicos que ya desde pequeños (parece que a partir de los 8 años) sabemos que moriremos. Con
todo, esta conciencia al principio es bastante débil y probablemente es MUESTRA EDITORIAL
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bueno que así sea. Los niños y los jóvenes, cuando oyen hablar de una
muerte por accidente o por enfermedad, suelen pensar que eso solo les
pasa a los demás, por ello las campañas publicitarias de prevención de
accidentes de tráfi co suelen incidir en el punto de acercar a los jóvenes
a la toma de conciencia de que ellos también son vulnerables. A medida
que nos hacemos mayores, quizás a partir de los cincuenta años o, en su
caso, a partir de la primera enfermedad algo grave, la conciencia de que
moriremos se va haciendo más presente en nuestra mente.
Lo que Pedro no podía imaginar es que esa noticia aparentemente poco
trascendente cambiaría su vida de forma dramática. En efecto, pocas semanas después de aquella conversación sobre la muerte de aquel conocido,
cuando en apariencia ya lo había olvidado por completo, empezó a despertarse aterrado a media noche con la duda de si él mismo estaba muerto.
Poco a poco fue creciendo en él la convicción de que un tumor cerebral
lo mataría de forma inminente, y por las noches, en la cama, mientras
intentaba conciliar el sueño, no podía quitarse de la cabeza la idea de
que al día siguiente ya no se levantaría. Pedro era el primer sorprendido
de que la muerte de aquel conocido tan lejano lo hubiera afectado tanto.
Racionalmente sabía que no había indicios razonables de que algo no funcionara correctamente en su cerebro. El único rasgo sintomático eran ciertas
sensaciones de mareo. Tras un par de semanas aterradoras, con muchísima
vergüenza, sabedor de la irracionalidad de su convicción y con el miedo de
ser visto como un loco, contó sus terrores a su madre.
Como iremos viendo en este libro, la vergüenza es una de las emociones más potentes en la determinación del comportamiento de los
humanos. De momento me interesa resaltar que, como señaló Rosa
Velasco,
1
mi mujer y colega, cuando la vergüenza está mal autorregulada puede convertirse en un potente inhibidor de la iniciativa. ¿Quién no
ha vivido en alguna ocasión la experiencia de no poder hacer algo muy
deseado por vergüenza? En casos extremos la vergüenza es tan masiva
e intolerable que la persona no la puede integrar, es decir, no tiene la
capacidad de darse cuenta y ser consciente de que tiene esta sensación.
En terminología psicoanalítica, decimos que los afectos pueden ser
«disociados» o «no formulados»; con ello queremos decir que cuando un
1. Velasco, R. (2002). «El sentimiento de sí: estudio de la subjetividad». Intercambios: papeles de
psicoanálisis, vol. 8 (se puede acceder a través de www.intercanvis.es).MUESTRA EDITORIAL
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afecto es extremadamente insoportable intentamos disociarlo, en otras
palabras, intentamos actuar como si no existiera. En otras ocasiones el
sentimiento es tan horrible y confuso que no acaba de tomar forma y
en estos casos no podemos llegar a experimentar, y mucho menos a
expresar en palabras, lo que sentimos. A lo largo de todo este libro
desarrollaré la idea de que la conexión emocional, es decir, la actitud
empática del entorno, es lo que determina qué podemos llegar a sentir
y qué es lo que quedará fuera de nuestra experiencia emocional. Seguiremos con la historia de Pedro, que nos ayudará a irnos familiarizando
con esta temática.
Afortunadamente, la vergüenza que Pedro sentía por todo lo que le estaba pasando no era tan masiva e intolerable como para impedirle hablarlo
con su madre. Otra persona en una situación más grave no hubiera podido
percibir la vergüenza y sólo habría notado el impulso de huir y refugiarse,
por ejemplo, en el consumo de drogas.
Pero Pedro había reunido sufi cientes recursos durante su vida como
para no necesitar huir de su vergüenza y para anticipar que su madre lo
escucharía con respeto y se esforzaría para entenderlo y ayudarle. Aunque
con inquietud y confusión, Pedro podía anticipar que su madre no se desbordaría, es decir, a partir de las experiencias previas que había tenido
con su madre, Pedro podía anticipar que ésta no complicaría más las cosas.
Y, efectivamente, la madre le escuchó, no se desbordó, pudo transmitirle
calma diciéndole que la obsesión de tener un cáncer era algo relativamente
frecuente y que pedirían ayuda a un profesional. Para Pedro, ver cómo su
madre no perdía la calma, y lo que es más importante, oírle decir que hay
más gente con la misma sensación (y que por tanto él no era la única persona en el mundo en esa situación) fue bastante tranquilizador.
He aquí un ejemplo de cómo una relación, en este caso con la madre, puede ser un regulador del miedo muy efi caz. Dejando aparte el
contenido de lo que la madre le dijo, el simple hecho de que Pedro no
la vio demasiado asustada, sino que se mostró totalmente solidaria a su
lado y con iniciativa (pedir ayuda a un profesional), o quizás, dicho aún
más simplemente, el hecho de que Pedro viera que lo que le pasaba no
era tan terrible como para no poder compartirlo, tuvo un potente efecto
amortiguador y regulador de su angustia.
Los humanos estamos genéticamente diseñados para regular nuestras emociones mediante las relaciones. Como veremos en el transcurso MUESTRA EDITORIAL
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del libro, nuestra constitución, que viene determinada por nuestros genes, nos convierte en seres enormemente sensibles a las reacciones con
los demás. Es increíble cómo, desde niños, más concretamente desde los
primeros días de nuestra existencia, sabemos «leer» información a partir
de los gestos y actos de quienes nos rodean. Este es uno de los temas
centrales sobre los que me ocuparé: intentaré describir y ejemplifi car la
altísima capacidad que tenemos los humanos de «leer» la mente de los
demás y de poder, por tanto, anticipar sus respuestas. También describiré la altísima capacidad que tenemos de utilizar esa información para
regular nuestras emociones.
Como decía antes, Pedro sabía, aunque de manera confusa y poco
consciente, que la reacción de su madre no iba a potenciar su vergüenza. Nos encontramos de nuevo con otro buen ejemplo de cómo
la relación con la madre es un potente regulador de un afecto, en
este caso, de la vergüenza. Si Pedro hubiera anticipado, aunque sin
pensarlo conscientemente, que la madre podía reaccionar con un
«¡Pero qué dices! ¿Acaso te estás volviendo loco? ¡No tenemos sufi -
cientes problemas de verdad como para que ahora tú te inventes uno
nuevo!», entonces no hay duda de que el sentimiento de vergüenza
de Pedro se habría vuelto tan abrumador e insoportable que la iniciativa de hablar con ella hubiera quedado bloqueada. Es decir, esta
posibilidad habría quedado «no formulada» y Pedro, en tal situación
hipotética, no habría sido consciente de que una vergüenza abrumadora lo estaba bloqueando, de forma que habría seguido luchando a solas con sus terrores, sin ni siquiera considerar la posibilidad
de compartirlos con nadie. Afortunadamente, este no fue el caso.
Primero me vino a ver a su madre, seguramente era una forma de
abrirle paso a su hijo y de explorar también cómo era yo: si inspiraba con-
fi anza y si podía animar a su hijo a confi ar en mí. Me contó los hechos
ya mencionados: la muerte de aquel conocido tan lejano y el nacimiento
progresivo de aquella obsesión terrorífi ca de que a él le pasaría lo mismo.
Añadió que el padre de Pedro murió cuando él tenía tan sólo cuatro años.
Ahora, ante aquel derrumbe tan catastrófi co de Pedro, la madre se planteaba por primera vez que quizá la muerte de su padre le había afectado
de una forma hasta entonces insospechada. Me decía que quizá ella no lo
había hecho del todo bien, que quizás lo debería haber consultado antes y
que tal vez la tranquilidad que Pedro siempre había mostrado desde pequeño era sólo fi cticia. Pude tranquilizarla diciéndole que lo importante era que Pedro, en
una situación tan confusa y difícil para él, había podido recurrir a ella.
Afortunadamente, le dije, el vínculo entre los dos era lo sufi cientemente saludable como para permitir que Pedro pudiera pedirle ayuda. Añadí que a
otros adolescentes que no disponen de vínculos seguros a la hora de afrontar
situaciones difíciles no les queda más remedio que tener que recurrir a otras
salidas mucho más improvisadas y a menudo autodestructivas. Enseguida
me di cuenta de que este comentario la tranquilizó. Mucho más relajada,
continuó: «Pedro siempre ha sido poco comunicativo, pero me habría extra-
ñado mucho que en una situación así no me hubiera dicho nada». «Pues se
debe felicitar de eso», le respondí.
La equivocación de atribuir la culpa a alguien siempre que surge
algún problema grave es muy frecuente. Pero, en realidad, que surjan
problemas no debería extrañarnos. Hay una frase atribuida a Confucio
que me encanta y que más o menos viene a decir lo siguiente: «No podemos pretender no caer nunca, lo que sí debemos pretender es levantarnos cada vez que caemos.» En el caso de Pedro no podíamos pretender
que la muerte de su padre cuando él era un niño resultara inocua, en
cambio, lo que sí podíamos pretender es que en el momento en que la
difi cultad surgiera, ésta pudiera ser afrontada.
La madre de Pedro había hecho su trabajo. Había creado un clima
de confi anza hasta donde había sido capaz. Por eso su hijo le había
podido pedir ayuda. Ahora me tocaba a mí. Allí donde Pedro no había
podido llegar con sus relaciones anteriores, era necesario que pudiera
llegar conmigo. Dicho de otro modo: Pedro y yo necesitábamos crear
una relación donde él pudiera llegar a sentir y pensar lo que no le había
sido posible en las relaciones previas. Para mí, éste es el rasgo esencial
de cualquier terapia: que el paciente pueda sentir aquellos sentimientos
a los que no ha tenido acceso anteriormente.
La muerte de su padre, cuando Pedro tenía cuatro años, probablemente
fue una catástrofe. Pero él no había tomado conciencia de ello. Apenas guardaba algún recuerdo. Toda su memoria era de un mundo sin padre, por tanto,
no había conciencia de pérdida. Su madre, al quedarse sola, impulsada por la
necesidad de alimentar a sus tres hijos (Pedro era el segundo de tres hermanos),
tuvo que empezar a desarrollar una profesión. Fueron épocas muy duras: la
madre trabajaba incluso los fi nes de semana pero por suerte los abuelos maternos la ayudaron mucho. Pedro tuvo una excelente relación con su abuelo.MUESTRA EDITORIAL
L A C O N E X I Ó N E M O C I O N A L
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–Por lo que cuentas, tu abuelo te hizo de padre –le dije yo en una de las
primeras entrevistas.
–No lo había pensado nunca así –contestó con una expresión de interés
y curiosidad–. Es extraño, parece una idea obvia, pero hasta hoy nunca lo
había pensado así.
Pero no, no era nada extraño. Enseguida, a lo largo de nuestras conversaciones vimos claro que en su casa nadie hablaba nunca de su padre.
No había fotos, nunca surgía ningún comentario de si su padre era de esta
manera o de la otra. Con mucha vergüenza, Pedro empezó a atar cabos: su
padre murió de una enfermedad hepática, probablemente era alcohólico y
nadie hablaba de él porque nadie tenía nada bueno que decir. En la familia de Pedro había una ley no escrita, nunca expresada de manera explícita
por nadie, pero que todo el mundo «sabía» a la perfección: «no preguntarás
nunca por el padre».
En el tercer capítulo hablaremos con más calma de las leyes implícitas que circulan en las familias sin llegar nunca a hacerse explícitas. No
era pues extraño que ese tabú implícito familiar no hubiera permitido
a Pedro preguntarse si había echado de menos a su padre o si su abuelo
había adoptado el rol de fi gura paterna.
Este es un buen ejemplo de la clase de inconsciente que, según mi
experiencia, resulta útil trabajar en psicoterapia. Se trata de un inconsciente que tiene muy poco que ver con la idea que normalmente se
tiene del inconsciente psicoanalítico: el inconsciente lleno de fuerzas
oscuras, el de los deseos incestuosos hacia la madre y asesinos hacia el
padre.
He observado a menudo que cuando en un diario de información
general aparecen los adjetivos «psicoanalítico» o «freudiano», indefectiblemente hacen referencia a ese tipo de fuerzas oscuras: en las páginas de política se habla de que en tal partido político se ha puesto en
marcha el «proceso freudiano» de matar al padre (en otras palabras,
que el presidente del partido empieza a ser criticado por los líderes más
jóvenes que lo quieren sustituir) y en las páginas de crítica de cine se
habla de una película «muy psicoanalítica» cuando el protagonista es
un voyeur que tiene una fi jación en las ligas de mujer, un complemento que lo excita desde niño, desde que espiaba a su madre mientras se
cambiaba.
En cambio, el inconsciente que es relevante en la vida real, aquel
que intentamos modifi car mediante la psicoterapia, es el inconsciente MUESTRA EDITORIAL
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1 . P A R A S I T U A R A L L E C T O R A N T E S D E E M P E Z A R
formado por las reglas implícitas que hemos ido reuniendo a partir de
nuestras relaciones signifi cativas. En el tercer capítulo, veremos cómo
un grupo de psicoanalistas e investigadores en primera infancia, el Grupo de Boston para el estudio del cambio psíquico, denominan este concepto con la expresión de Conocimiento Relacional Implícito.
El abuelo de Pedro había muerto pocas semanas antes de que comenzaran sus angustias hipocondríacas. Poco a poco se evidenció que esta muerte
también había tenido en él un efecto mucho mayor al que Pedro y el resto
de su familia pudieran imaginar. Progresivamente, Pedro tomó conciencia
de que tras la imagen aparente que su madre desprendía, una imagen de
mujer efi ciente y pragmática, había una mujer muy frágil, muy disgustada
por la vida, que huía precariamente de su pasado traumático. Poco a poco
Pedro se empezó a hacer preguntas: ¿Tal vez su madre se apoyaba más en él
de lo que jamás habría imaginado? ¿Acaso no era cierto que desde niño lo
había tratado como el «hermano inteligente» que debía echar una mano a
sus hermanos con problemas escolares?
He aquí pues otra forma de ilustrar lo que buscaba Pedro cuando
vino a psicoterapia: encontrar un espacio, es decir, una relación, donde
pudiera preguntarse lo que jamás se había preguntado. En parte porque
en su familia imperaba la consigna implícita de no hacerse determinadas preguntas y en parte también porque eran preguntas muy duras y
dolorosas que requerían de una compañía consistente en la que poder
confi ar.
A medida que Pedro y yo nos íbamos planteando nuevas preguntas, se
nos abrían nuevas hipótesis que investigar. Poco a poco, Pedro empezó a vislumbrar una vaga sensación de desamparo que le había estado acompañando toda la vida. Aunque aún no tenía acceso al sentimiento de pérdida de
su padre, ya empezó a tomar conciencia del recuerdo que tenía de cuando,
a los diez u once años, solía ir a hacer los deberes a casa de un compañero.
Aunque tal vez no lo había pensado nunca con estas palabras, al recordarlo,
podía identifi car una cierta sensación de envidia hacia su compañero: en
aquel hogar había una atmósfera de seguridad y protección de la que Pedro
no podía disfrutar en su casa. Poco después apareció un recuerdo que había
quedado fuera de su mente hasta el momento: Pedro había «jugado» a imaginar que su madre moría en un accidente y los padres de aquel amigo del
colegio decidían adoptarlo. Con cierta sorpresa, constató que se trataba de MUESTRA EDITORIAL
L A C O N E X I Ó N E M O C I O N A L
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un «juego» reconfortante e incluso agradable, quizá porque el acento recaía
más en la idea de entrar a formar parte de aquel mundo tan protector que
en la pérdida de su madre.
Mi interés y mi compañía pudieron permitirle a Pedro evocar recuerdos que en otras circunstancias hubieran quedado sepultados por
el olvido. Probablemente me veía a mí tan convencido de que aquellas
investigaciones serían útiles, que les fue perdiendo el miedo. Era justo lo
contrario de lo que siempre había vivido en su casa, donde, sin palabras,
se transmitía que todo aquello que tuviera relación alguna con la ausencia del padre era tabú. A medida que Pedro empezó a poder sentir de
forma clara sus sentimientos de desprotección, entendió también que la
muerte de su abuelo materno, unas semanas antes de la aparición de su
síntoma hipocondríaco, había agravado de forma franca aquellas vagas
sensaciones de desamparo, inseguridad, peligro y amenaza. Progresivamente, comenzó también a intuir vagamente que los miedos de morir
mientras dormía eran la forma en que aquellas sensaciones difusas de
amenaza se materializaban.
Pedro, por lo tanto, comenzó a tomar conciencia del sentimiento que
tenía de sí mismo: un sentimiento de ser alguien muy desvalido y desamparado. Hasta entonces, aquel sentimiento había existido, pero en
cambio, no podía ser ni sentido ni pensado porque en su familia se daba
por hecho que la única forma de afrontar aquellas vivencias de desprotección era simular que no existían. Poco a poco, la psicoterapia ayudó a
Pedro a cambiar estas convicciones emocionales. A medida que, gracias
a nuestras conversaciones, podía sentir más claramente las sensaciones
de desamparo, también podía empezar a intuir que aquel sentimiento
tan grande de indefensión era la causa de su pánico a que un tumor cerebral lo matara o, dicho de otro modo, que su angustia hipocondríaca
era la materialización de su sentimiento de ser alguien muy desvalido
ante el peligro. Tomar conciencia de aquel sentimiento de sí mismo era
el primer paso para poder modifi carlo. Poder sentirse tan frágil sin huir
de este sentimiento ya era una primera muestra de que era más fuerte
de lo que pensaba.
Por otra parte, aprendió que podía utilizar su relación conmigo para
conectar con los sentimientos que hasta entonces había tenido prohibidos. Empezó así a cambiar la idea que se había creado sobre los otros. Su
historia familiar lo había llevado al convencimiento de que las relaciones servían para negar o evitar los sentimientos de vulnerabilidad. Tal en buenas manos.
Una noche Pedro tuvo un sueño muy impactante. Él era un niño, llevaba pantalón corto y paseaba de la mano de un hombre. No lograba distinguir el rostro del hombre; era alguien bastante más alto y, por sus dimensiones, su cabeza quedaba fuera del campo visual de Pedro. En cambio, sí
recordaba que la mano del hombre del sueño era muy grande y de tacto
calloso, una mano de hombre trabajador que envolvía su manita de forma
reconfortante. Paseaban por un paisaje misterioso, entre espectaculares crá-
teres lunares. Sentía una mezcla de miedo y de emoción aventurera, una
fusión muy agradable, como si estuviera aprendiendo a moverse por un
mundo nuevo. Pedro tenía el convencimiento de que el hombre del sueño
me representaba a mí: esa sensación de emoción con un punto de miedo le
recordaba mucho a las sensaciones que experimentaba cuando durante la
sesión se emocionaba al recordar escenas de su infancia. Le pregunté por
la mano del hombre: ¿El tacto calloso le recordaba a alguien? Sus ojos se
humedecieron... le vino el recuerdo de las manos grandes y ásperas de su
abuelo.
como veremos en el siguiente sueño, la relación conmigo le sirvió para M
poder vivir a fondo, por primera vez en la vida, su necesidad de sentirse
ACERC A DEL AU TOR
Ramon Riera Alibés, médico psiquiatra y psicoanalista, trabaja desde
hace treinta años atendiendo en psicoterapia a pacientes con problemas
psicológicos. Empezó como psiquiatra infantil: realización de la especialidad de psiquiatría en el servicio de psiquiatría infantil del hospital
Vall d’Hebron de Barcelona (1977-1978), psiquiatra de las escuelas especiales del Ayuntamiento de Barcelona (1979-1983 ) y médico adjunto
del servicio de psiquiatría infantil del hospital Sant Joan de Déu de
Barcelona (1984-1988). Durante estos años fue miembro de la junta
directiva de la Sociedad Catalana de Psiquiatría Infantil de la Academia
de Ciencias Médicas de Cataluña y, conjuntamente con los periodistas
Enric Frigola y Matilde Almendros, realizó un programa semanal de
divulgación de temas de psicología infantil titulado Escuela de padres en
Radio-4. A partir de 1989 se dedicó a la práctica privada de la psicoterapia con pacientes adultos.
Durante los años noventa, el Dr. Riera empezó a conectar con psicoanalistas de otros países, especialmente de Estados Unidos, que han
aportado potentes innovaciones en las formas clásicas del psicoanálisis de entender el funcionamiento humano. Su relación con los llamados autores intersubjetivos (Robert Stolorow de Los Ángeles y George
Atwood y Donna Orange, ambos de Nueva York), Joe Lichtenberg,
de Washington, autor que revolucionó la comprensión de los sistemas
motivacionales de los humanos, Malcolm Slavin, de Boston, quien ha
aplicado los descubrimientos de la biología de la evolución en la comprensión de las relaciones humanas, y Karlen Lyons-Ruth, profesora
de la Universidad de Harvard e investigadora empírica de los antecedentes relacionales infantiles de la psicopatología adulta, ha tenido una
especial infl uencia en el desarrollo teórico del Dr. Riera. Todos estos
distinguidos investigadores del psicoanálisis contemporáneo han sido
invitados por el Dr. Riera a impartir seminarios en Barcelona, y el lector
podrá encontrar muchas de sus enseñanzas en este libro, explicadas de
forma práctica y comprensible.
Durante la última década, el Dr. Riera se ha ido centrando en el estudio, investigación y difusión de dos innovadoras perspectivas psicoanalíticas que surgen en Estados Unidos: la psicología psicoanalítica del
self y el psicoanálisis relacional. En la actualidad ocupa cargos directivos
en las dos sociedades internacionales que dan apoyo a estas tendencias.
El Dr. Riera es miembro del International Council de la International
Association for Psychoanalytic Self Psychology (IAPSP), del Advisory
Board de la International Association for Relational Psychoanalysis
& Psychotherapy (IARPP) y presidente de honor de IARPP-España.
Como docente, el Dr. Riera es profesor del Máster de Psicoterapia Relacional y coordinador de distintos grupos de estudio sobre psicoanálisis
relacional.
En su labor de investigación y difusión de las nuevas perspectivas
del psicoanálisis contemporáneo, el Dr. Riera forma parte del consejo
editor de las prestigiosas revistas psicoanalíticas Aperturas Psicoanalí-
ticas e Investigación y Clínica Relacional, y es internacional editor del
International Journal of Psychoanalytic Self Psychology. En un nivel más
divulgativo ha realizado, conjuntamente con su colega, el Dr. Roger Ferrer, y con el periodista Xavier Graset, el programa de Catalunya Ràdio
titulado Psicopatología de la vida cotidiana.